Es evidente que un motor importante de la
transformación social, cultural, política y económica de la Nación lo
constituye la educación que reciben sus ciudadanos. La situación parece tan
obvia, que es bastante probable que se deje esto de lado. Es un buen
momento para poder repensar cómo la institución educativa ha contribuido a la
construcción del país que tenemos hoy, a configurar la idea de ciudadanía, de
familia, de poder político, etc. Pero también es importante pensar el otro
lado: cómo la sociedad y las nuevas configuraciones familiares han transformado
los procesos educativos.
Las relaciones entre las instituciones
educativas y el entorno social con sus distintos agentes educativos también son
muy diferentes a las que se vivían antaño. La concepción insular que primó
durante mucho tiempo, se ha ido modificando. Nadie imagina hoy que un jardín
infantil o un colegio puedan trabajar sin contar con las familias, buscando una
cooperación activa en los procesos de formación de los niños y niñas. Tampoco
se contemplaba, en el sistema tradicional, que las familias hicieran parte de
los órganos de gobierno escolar. De igual forma, es inconcebible hoy un sistema
de educación básica y media o superior que no tenga vínculos estrechos con el
sector productivo o con la comunidad científica nacional e internacional pues
sin el protagonismo de estos actores, es imposible pensar en la innovación y la
competitividad. Siendo la familia y el entorno social los que influyen en las
decisiones de elección de educación en los diferentes niveles, ello también
hace cuestionar qué tan abiertos y preparados estamos para responder a los
requerimientos reales en el desarrollo de habilidades, competencias y tener
claridades sobre las diferentes posibilidades en el planteamiento de un
proyecto de vida acorde a la dinámica actual.
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